El Hombre Invisible
Herbert George Wells
El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero,
abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa
nevada, la última del año. El desconocido llegó a pie desde la
estación del ferrocarril de Bramblehurst. Llevaba en la mano
bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los
pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba
todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su
nariz. La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y
sobre la pechera de su atuendo y había formado una capa blanca
en la parte superior de su carga. Más muerto que vivo, entró
tambaleándose en la fonda Coach and Horses y, después de soltar
su maleta, gritó: «¡Un fuego, por caridad! ¡Una habitación con
un fuego!» Dio unos golpes en el suelo y se sacudió la nieve
junto a la barra. Después siguió a la señora Hall hasta el salón
para concertar el precio. Sin más presentaciones, una rápida
conformidad y un par de soberanos sobre la mesa, se alojó en la
posada.
La señora Hall encendió el fuego, le dejó solo y se fue a
prepararle algo de comer. Que un cliente se quedara en invierno
en Iping era mucha suerte y aún más si no era de ésos que
regatean. Estaba dispuesta a no desaprovechar su buena fortuna.
Tan pronto como el bacon estuvo casi preparado y cuando había
convencido a Millie, la criada, con unas cuantas expresiones
escogidas con destreza, llevó el mantel, los platos y los vasos
al salón y se dispuso a poner la mesa con gran esmero. La señora
Hall se sorprendió al ver que el visitante todavía seguía con el abrigo y el sombrero a pesar de que el fuego ardía con fuerza.
El huésped estaba de pie, de espaldas a ella, y miraba fijamente
cómo caía la nieve en el patio. Con las manos, enguantadas
todavía, cogidas en la espalda, parecía estar sumido en sus
propios pensamientos. La señora Hall se dio cuenta de que la
nieve derretida estaba goteando en la alfombra y le dijo:
-Me permite su sombrero y su abrigo para que se sequen en la
cocina, señor?
-No -contestó éste sin volverse
No estando segura de haberle oído, la señora Hall iba a
repetirle la pregunta. Él
se volvió y, mirando a la señora Hall de reojo, dijo con
énfasis:
-Prefiero tenerlos puestos.
La señora Hall se dio cuenta de que llevaba puestas unas grandes
gafas azules y de que
por encima del
cuello del abrigo le salían unas amplias patillas, que le
ocultaban el rostro
completamente.
-Como quiera el señor -contestó ella-. La habitación se
calentará en seguida.
Sin contestar, apartó de nuevo la vista de ella, y la señora
Hall, dándose cuenta
de que sus intentos de entablar conversación no eran oportunos,
dejó rápidamente el
resto de las cosas sobre la mesa y salió de la habitación.
Cuando volvió, él seguía allí
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todavía, como si fuese de piedra, encorvado, con el cuello del
abrigo hacia arriba y el
ala del sombrero goteando, ocultándole completamente el rostro y
las orejas. La señora
Hall dejó los huevos con bacon en la mesa con fuerza y le dijo:
-La cena está servida, señor.
-Gracias -contestó el forastero sin moverse hasta que ella hubo
cerrado la puerta. Después se avalanzó sobre la comida en la mesa.
Cuando volvía a la cocina por detrás del mostrador, la señora
Hall empezó a oír
un ruido que se repetía a intervalos regulares. Era el batir de
una cuchara en un cuenco.
«¡Esa chica!, dijo, «se me había olvidado, ¡si no tardara tanto
Y mientras acabó ella
de batir la mostaza, reprendió a Millie por su lentitud
excesiva. Ella había preparado los
huevos con bacon, había puesto la mesa y había hecho todo
mientras que Millie (¡vaya
una ayuda!) sólo había logrado retrasar la mostaza. ¡Y había un
huésped nuevo que
quería quedarse! Llenó el tarro de mostaza y, después de
colocarlo con cierta
majestuosidad en una bandeja de té dorada y negra, la llevó al
salón.
Llamó a la puerta y entró. Mientras lo hacía, se dio cuenta de
que el visitante se
había movido tan deprisa que apenas pudo vislumbrar un objeto
blanco que desaparecía
debajo de la mesa. Parecía que estaba recogiendo algo del suelo.
Dejó el tarro de
mostaza sobre la mesa y advirtió que el visitante se había
quitado el abrigo y el
sombrero y los había dejado en una silla cerca del fuego. Un par
de botas mojadas amenazaban
con oxidar la pantalla de acero del fuego. La señora Hall se
dirigió hacia todo
ello con resolución, diciendo con una voz que no daba lugar a
una posible negativa:
-Supongo que ahora podré llevármelos para secarlos.
-Deje el sombrero-contestó el visitante con voz apagada. Cuando
la señora Hall
se volvió, él había levantado la cabeza y la estaba mirando.
Estaba demasiado
sorprendida para poder hablar.
Él sujetaba una servilleta blanca
para taparse la parte inferior de la cara; la boca y las mandíbulas estaban
completamente ocultas, de ahí el
sonido apagado de su voz. Pero esto no sobresaltó tanto a la
señora Hall como ver que
tenía la cabeza tapada con las gafas y con una venda blanca, y
otra le cubría las orejas.
No se le veía nada excepto la punta, rosada, de la nariz. El
pelo negro, abundante, que
aparecía entre los vendajes le daba una apariencia muy extraña,
pues parecía tener distintas
coletas y cuernos. La cabeza era tan diferente a lo que la
señora Hall se habría
imaginado, que por un momento se quedó paralizada.
Él continuaba sosteniendo la servilleta con la mano enguantada,
y la miraba a
través de sus inescrutables gafas azules.
-Deje el sombrero -dijo hablando a través del trapo blanco.
Cuando sus nervios se recobraron del susto, la señora Hall
volvió a colocar el
sombrero en la silla, al lado del fuego.
-No sabía..., señor -empezó a decir, pero se paró, turbada.
-Gracias -contestó secamente, mirando primero a la puerta y
volviendo la mirada
a ella de nuevo. -Haré que los sequen en seguida -dijo
llevándose la ropa de la
habitación. Cuando iba hacia la puerta, se volvió para echar de
nuevo un vistazo a la
cabeza vendada y a las gafas azules; él todavía se tapaba con la
servilleta. Al cerrar la
puerta, tuvo un ligero estremecimiento, y en su cara se
dibujaban sorpresa y perplejidad.
«¡Vaya!, nunca...» iba susurrando mientras se acercaba a la
cocina, demasiado
preocupada como para pensar en lo que Millie estaba haciendo en
ese momento.
El visitante se sentó y escuchó cómo se alejaban los pasos de la
señora Hall. Antes de quitarse la servilleta para seguir comiendo, miró hacia
la ventana, entre bocado
y bocado, y continuó mirando hasta que, sujetando la servilleta,
se levantó y corrió las
cortinas, dejando la habitación en penumbra. Después se sentó a
la mesa para terminar
de comer tranquilamente
-Pobre hombre -decía la señora Hall-, habrá tenido un accidente
o sufrido una
operación, pero ¡qué susto me han dado todos esos vendajes!
Echó un poco de carbón en la chimenea y colgó el abrigo en un
tendedero. «Y,
¡esas gafas!, ¡parecía más un buzo que un ser humano! ». Tendió
la bufanda del
visitante. «Y hablando todo el tiempo a través de ese pañuelo
blanco..., quizá tenga la
boca destrozada», y se volvió de repente como alguien que acaba
de recordar algo:
«¡Dios mío, Millie! ¿Todavía no has terminado?»
Cuando la señora Hall volvió para recoger la mesa, su idea de
que el visitante
tenía la boca desfigurada por algún accidente se confirmó, pues,
aunque estaba fumando
en pipa, no se quitaba la bufanda que le ocultaba la parte
inferior de la cara ni siquiera
para ¡levarse la pipa a los labios. No se trataba de un
despiste, pues ella veía cómo se
iba consumiendo. Estaba sentado en un rincón de espaldas a la
ventana. Después de
haber comido y de haberse calentado un rato en la chimenea,
habló a la señora Hall con
menos agresividad que antes. El reflejo del fuego rindió a sus
grandes gafas una
animación que no habían tenido hasta ahora.
-El resto de mi equipaje está en la estación de Bramblehurst -
comenzó, y preguntó a la señora Hall si cabía la posibilidad de que se lo
trajeran a la posada.
Después de escuchar la explicación de la señora Hall, dijo:
-¡Mañana!, ¿no puede ser antes?-.Y pareció disgustado, cuando le
respondieron
que no.
-¿Está segura? -continuó diciendo-. ¿No podría ir a recogerlo un
hombre con una
carreta?
La señora Hall aprovechó estas preguntas para entablar
conversación.
-Es una carretera demasiado empinada -dijo, como respuesta a la
posibilidad de
la carreta; después añadió-: Allí volcó un coche hace poco más
de un año y murieron un
caballero y el cochero. Pueden ocurrir accidentes en cualquier
momento, señor.
Sin inmutarse, el visitante contestó: «Tiene razón» a través de
la bufanda, sin
dejar de mirarla con sus gafas impenetrables.
-Y, sin embargo, tardan mucho tiempo en curarse, ¿no cree usted,
señor? Tom,
el hijo de mi hermana, se cortó en el brazo con una guadaña al
caerse en el campo y,
¡Dios mío!, estuvo tres meses en cama. Aunque no lo crea, cada
vez que veo una
guadaña me acuerdo de todo aquello, señor.
-Lo comprendo perfectamente -contestó el visitante.
-Estaba tan grave, que creía que iban a operarlo.
De pronto, el visitante se echó a reír. Fue una carcajada que
pareció empezar y
acabar en su boca.
-¿En serio?-dijo.
-Desde luego, señor. Y no es para tomárselo a broma, sobre todo
los que nos
tuvimos que ocupar de él, pues mi hermana tiene niños pequeños.
Había que estar poniéndole y quitándole vendas. Y me atrevería a decirle, señor,
que...
-¿Podría acercarme unas cerillas? -dijo de repente el visitante-
. Se me ha
apagado la pipa.
La señora Hall se sintió un poco molesta. Le parecía grosero por
parte del
visitante, después de todo lo que le había contado.
Lo miró un
instante, pero, recordando
los dos soberanos, salió a buscar las cerillas.
-Gracias -contestó, cuando le estaba dando las cerillas, y se
volvió hacia la
ventana. Era evidente que al hombre no le interesaban ni las
operaciones ni los
vendajes. Después de todo, ella no había querido insinuar nada,
pero aquel rechazo
había conseguido irritarla, y Millie sufriría las consecuencias
aquella tarde.
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El forastero se quedó en el salón hasta las cuatro, sin permitir
que nadie entrase
en la habitación. Durante la mayor parte del tiempo estuvo
quieto, fumando junto al
fuego. Dormitando, quizá.
En un par de ocasiones pudo oírse cómo removía las brasas, y por
espacio de
cinco minutos se oyó cómo caminaba por la habitación. Parecía
que hablaba solo.
Después se oyó cómo crujía el sillón: se había vuelto a sentar. Las primeras impresiones del señor Teddy Henfrey
Eran las cuatro de la tarde. Estaba oscureciendo, y la señora
Hall hacía acopio de
valor para entrar en la habitación y preguntarle al visitante si
le apetecía tomar una taza
de té. En ese momento Teddy Henfrey, el relojero, entró en el
bar. -¡Menudo tiempecito, señora Hall! ¡No hace tiempo para andar por
ahí con unas
botas tan ligeras! La nieve caía ahora con más fuerza.
La señora Hall asintió; se dio cuenta de que el relojero traía
su caja de herramientas y se
le ocurrió una idea.
-A propósito, señor Teddy-dijo-. Me gustaría que echara un
vistazo al viejo reloj
del salón. Funciona bien, pero la aguja siempre señala las seis.
Y, dirigiéndose al salón, entró después de haber llamado. Al
abrir la puerta, vio
al visitante sentado en el sillón delante de la chimenea.
Parecía estar medio dormido y
tenía la cabeza inclinada hacia un lado. La única luz que había
en la habitación era la
que daba la chimenea y la poca luz que entraba por la puerta.
La
señora Hall no podía
ver con claridad, además estaba deslumbrada, ya que acababa de
encender las luces del
bar. Por un momento le pareció ver que el hombre al que ella
estaba mirando tenía una
enorme boca abierta, una boca increíble, que le ocupaba casi la
mitad del rostro. Fue
una sensación momentánea: la cabeza vendada, las gafas
monstruosas y ese enorme
agujero debajo. En seguida el hombre se agitó en su sillón, se
levantó y se llevó la mano
al rostro. La señora Hall abrió la puerta de par en par para que
entrara más luz y para
poder ver al visitante con claridad. Al igual que antes la
servilleta, una bufanda le cubría
ahora el rostro. La señora Hall pensó que seguramente habían
sido las sombras.
-Le importaría que entrara este señor a arreglar el reloj? -
dijo, mientras se
recobraba del susto.
-¿Arreglar el reloj? -dijo mirando a su alrededor torpemente y
con la mano en la boca-. No faltaría más -continuó, esta vez haciendo un esfuerzo
por despertarse.
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